31 de octubre de 2009

Una rosa blanca.


Devuélvemela cuando dejes de amarme. O cuando te haga daño. Hasta entonces, es tuya, al igual que mi corazón, que está en su pétalo, ahora en tus manos. Yo te esperaré aquí, cada vez que cometa un error, contemplando las estrellas, intentando adivinar tu respuesta.
Una lágrima cae sobre mi redacción de filosofía, dejando en el papel la marca de un sol mojado. Me levanto bruscamente, demasiado, porque tiro la silla y todo lo que había sobre ella.
Devuélvemela cuando dejes de amarme
-Basta- susurro a la soledad de mi habitación. 
Abro como puedo, en el caos de mi cuarto, la puerta de mi armario para poder alcanzar mi antiguo joyero. Cierro la puerta y levanto la tapa. Sigue ahí, tan muerta como el sentimiento que en sus días de esplendor representó.
Devuélvemela cuando dejes de amarme
Una rosa blanca, especial por una curiosa marca violácea que recuerda a un corazón en uno de sus pétalos. 
¿Seguirá esperando? 
Me da lo mismo, pienso una y otra vez. Ya me da igual lo que piense. 
¿Lo amas? Me pregunto. Sí, lo sigo haciendo, mal que me pese. O no, ni siquiera lo sé. Tal vez lo haya olvidado. De todas formas la rosa es suya, jamás llegó a ser mía...
Pero tengo que hacerlo.
Envuelvo la rosa con infinito cuidado en un pañuelo de tela y lo meto en el bolso.
Bajo rauda las escaleras y cojo mi chaqueta, que cuelga inerte del perchero, mientras intento ignorar a Jason, que no hace más que gritar preguntándome dónde voy. Cierro la puerta de un portazo y me subo el cuello de la chaqueta; hace frío, pero mis manos siguen estando calientes, a pesar del ambiente.
No espero encontrarle en nuestro lugar, pero sé que algún día volverá, y verá la rosa. Entonces, lo entenderá todo. 
Me pierdo en mis cavilaciones y continúo caminando, con la cabeza alta y el corazón en un puño.
¿Y si me está esperando?
Y llego al lugar. Y no entiendo nada. Porque había imaginado todas las situaciones posibles...menos esa. Está sentado en nuestro lugar, y no está solo. Sus manos se enredan en una cabellera de fuego y sus labios saborean el aroma del carmín.
Aún estoy a tiempo de dar media vuelta y marcharme, pero no lo voy a hacer. Meto la mano en el bolso y saco la rosa, me arrodillo y la deposito en el suelo. Entonces lo escucho:
-Nunca había sentido esto por nadie, Linda. Siempre te esperaré aquí, contemplando las estrellas, intentando averiguar tu respuesta.
Un sollozo agudo sale de mi garganta sin haber dado yo permiso. 
Se giran, él me ve, y su rostro se transforma. Palidece y abre los ojos, mientras intenta dar un paso hacia mí y hablar. Pero no lo consigue, tampoco le dejo hacerlo. He cambiado de idea; recojo la rosa del suelo, y me yergo en lo posible. Tomo aire y, como si se tratase de un simple juguete roto, lanzo la rosa a sus pies.
Antes de analizar su reacción, me doy la vuelta y echo a correr. No vuelvo a casa, no voy a ninguna parte, tan solo quiero escapar. Una gota salpica en mi mejilla, otra en la mano, y dos más en la cabeza. Llueve, y cada vez con más intensidad. Mis piernas avanzan sin que yo se lo ordene a una velocidad pasmosa. Derecha, izquierda, derecha izquierda. Sin freno, sin rumbo, siempre al frente, siempre arriba. El agua me cala hasta los huesos, y mechones de pelo empapado se adhieren a mi rostro al correr.
Y llego a mi destino, sin yo saberlo. 
Estoy en un parque desierto, en un punto alto, desde donde puedo verlo todo y disfrutar de la tormenta. Las lágrimas que surcan mis mejillas se mezclan con las gotas de agua y aquí, en la soledad de lo vacío, grito, expreso mi dolor.

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