27 de marzo de 2011

Siempre llego a la deshora que me marca el corazón.

Habían pasado cinco minutos desde las en punto. Perdí la cuenta de las vueltas que le había dado al anillo, de las veces que había perfeccionado mi peinado y retocado el maquillaje. El tacón daba contra el suelo, quizás al ritmo que marcaba mi corazón, al principio lento y al final vertiginosamente. No podía parar de sonreír, y de emocionarme. Cada vez que pensaba que estaba a punto de llegar, mi garganta se estrechaba, se anudaba, impidiendo el paso de cualquier palabra, dejando tan solo brotar un pequeño gemido de emoción acompañado de una entusiasmada sonrisa.
Pasaron diez minutos, quince, veinte... La emoción se convirtió en desesperación, el móvil en mi única visión. Salía a la puerta, entraba. Treinta minutos. Cogí el bolso y salí a la calle.
No estaba triste, solo un poco indignada. Pensaba en todas las excusas posibles que tendría y en como iba a responderle a cada una de ellas. ¿Qué estaríamos haciendo en ese momento? ¿Cenar juntos? ¿Bailar? ¿Pasear? Y mientras me desmoronaba emocionalmente, sentada en el balancín de un parque, vi pasar un joven agarrado de la mano de una mujer mayor. Él era completamente feliz, saltó desde un banco y cantó, siempre de la mano de ella. Era difícil adivinar su edad, pues sus rasgos algo deformados por el Síndrome de Down lo hacían muy difícil. Sonreía, parecía tan feliz. De repente me sentí estúpida, lamentándome por algo que aún tenía arreglo, por problemas que padecen millones de adolescentes en el mundo. Me levanté y fui con él, supongo que a perdonarlo. No recuerdo lo que pasó después.



2 comentarios:

  1. Qué estúpidos y egocéntricos somos a veces!

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  2. Desde luego, siempre nuestro mal es el más grande de todos D:
    ¿No podemos conformarnos con ser felices con lo que tenemos? =D

    <3

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